martes, 25 de marzo de 2008

Julia

Para quien me dictó este cuento al oído

Julia comenzó siendo una voz en el teléfono. Una voz sin rostro, con un pasado difuso. Con un montón de años y soledades que Federico ignoraba. Y se acompañaban, horas, horas enteras a través de las madrugadas de Octubre, cuando la primavera empieza a llegar a su punto más alto. Y las flores acompañaban ese tango telefónico, esa seducción de un lado al otro.

El intercambio era sencillo, uno de los dos llamaba – casi siempre Federico – y así Julia se hacía presente en ese cuarto de paredes amarillas. Él miraba por la ventana, en dirección al Sur, por si sus ojos fueran capaces de atravesar tanta ciudad y tanta distancia, por sus solas ganas de verla.

Se volvía cada vez más pesado, más desesperante (creo que esa es una buena palabra) la falta del cuerpo de Julia. Las relaciones mentales, llegado un tiempo, alcanzan una caducidad inevitable que conduce a dos únicos desenlaces, o que se hagan cuerpos las voces o se abandone todo intento.

Federico no podía tolerar la idea segunda. No podía abandonar, a quien fuera su compañera en todas esas noches de invierno, primavera y ya cuando quiso acordar, el verano se les había venido encima.

Y ahora? Todo preludio tiene un final, dijo ella. Y era verdad, como todas las verdades que se habían dicho el uno al otro cada día. Y cada día, él la sentía más cerca. Como si la distancia fuera ficticia, una ilusión, algo que nos quiere hacer creer el Universo para justificar el mundo que vemos/vivimos.

Así concertaron un encuentro, después de varios intentos fallidos, por azares del tiempo que a veces hace todo lo posible para que las cosas no pasen. O simplemente, porque no era aún el momento de que Julia tuviese un par de ojos, labios, y un pelo que le llegase a mitad de la espalda.

Federico estaba parado en la esquina, afuera de un bar. Fumando un cigarrillo detrás del otro. Con el corazón que cada vez latía mas rápido, y el sol que le quemaba la cara ese mediodía.

Y la vio acercarse, la vio acercarse entre la multitud por la mitad de la vereda. Julia levanto el brazo derecho y sonrió.

Federico comprendió entonces, que estaba perdido. Que iba a ser devorado, destrozado, sacudido, comprendió que esa era Julia, ahora real. Ahora alguien, como él. Alguien que se podía tocar, besar y abrazar para dormirse.

Caminaron varias cuadras en el sentido opuesto de la calle por la que Julia había llegado, por la misma cuadra. Ella estaba nerviosa. Él, disimulaba perfectamente esa sensación que le agitaba todo el pecho. Y la miraba, la miraba así como se miran las mujeres que nunca hemos visto y son absolutamente hermosas.

Pero el tenía que ser un caballero, y Julia, una dama. Caminaban casi en silencio, casi hablando. Parecía que después de hablar tanto, ya no sabían que decirse. Y Federico sabía, y Julia sabía, que los dos querían otra cosa, y no caminar sin rumbo hasta que los sorprendiera la avenida.

Así que volvieron, volvieron por la vereda de enfrente, y Federico jugó a convencerla de que lo invite a su casa. Y ella se negaba, para que no fuera todo tan fácil. Y él le prometió portarse bien, porque era un gentleman. Y ella aceptó la promesa, y metió la llave en la puerta del edificio.

Esperaron el ascensor, ansiosos tal vez los dos o tal vez sólo Federico, que ya se había cansado de disimular. Y llegó, y ella corrió la cortina metálica negra y entraron.

Diez pisos más uno se sucedían interminables. Y el reloj en el corazón de Federico se adelantaba horas enteras.

Salieron del ascensor, y caminaron hacia la derecha. La ultima puerta del lado izquierdo del pasillo. La excusa de recién mudada para las cajas por todas partes, y el sillón rojo.

El sillón rojo ahí, invitando con un guiño perverso.

Se sentaron en la mesa, de sillas blancas y Julia formó un muro de Berlín de objetos frente a Federico, para protegerse (De qué? De él o de ella misma?)

El le tomó la mano, había franqueado el muro real o imaginario, porque los pequeños objetos sobre la mesa, físicamente hablando, no hubieran podido siquiera detener a una hormiga moribunda.

La mano de Julia se sentía bien, se sentía como él la había imaginado todas esas noches mientras escuchaba su voz, y se reían juntos hasta la madrugada. Unidos tan sólo por un cable, que era la expresión mínima de ese vínculo preludiar que los había reunido.

Federico se iba cambiando de silla, y era obvio para Julia, pero a él no le importaba, a pesar de ser un caballero. A pesar de haber prometido portarse bien; pero portarse bien tiene muchas acepciones que dependen del contexto. Y en este caso, portarse bien, era acercarse. Por ahora, sólo acercarse sosteniendo su mano.

Julia sonreía, y él hablaba de banalidades, hasta que le sugirió un experimento. Ella no sabía (O sabía perfectamente) qué podría ser. Se rehusó un poco, por no saber o tal vez por saberlo. Así que cuando aceptó, Federico le pidió que se levante de la silla, haciéndolo él al mismo tiempo.

Y ahí estaban. De pie, frente a frente, dos guerreros que se medían el miedo y el valor con la mirada, cara a cara. Entonces Federico la abrazó. La abrazó con los dos brazos y puso su cabeza en el hombro de Julia y se hundió en su pelo, y aspiró con todas sus fuerzas ese perfume de mujer, que también había sospechado por teléfono.

Le preguntó cómo se sentía el abrazo. Julia dijo que bien. Y Federico no tuvo otra opción que besarla. Besarla como saliera, como fueran las lenguas y los labios hacia direcciones incoordinadas, randómicas, desesperadas.

Y ella lo besó también. Y fueron más besos y más besos. Y la tarde se diluyó sobre el sillón rojo y después sobre la cama de Julia.

El día había sido tan corto, y el champagne fue lo último que compartieron.

Y el se fue, con el corazón lleno y el perfume de Julia impregnado en su ropa.

Y el taxi se alejaba, se alejaba….

1 comentario:

MAÍTA dijo...

maintenant oui, maintenant je pense le même chose que toi. je suis pratiquement sûre.