sábado, 26 de enero de 2008

Carolina C.

Fue en un departamento, hace muchos años, donde vivían tres o cuatro mujeres que la conocí a Carolina C. Los recuerdos se vuelven vagos con el pasar del tiempo, sin embargo.
Yo tendría 18 o 17 años, y toda la Capital se me abría por delante como una mujer desnuda. Era la época del pelo largo, y el asombro de todas las cosas que cautelosamente disimulaba al ver. El bigote triste que todavía conservo.
Carolina C. era flaca, su rostro, de rasgos claros que no llegaban a la dureza. Creo recordar que tenía ojos celestes, de un celeste cansado. El pelo corto castaño claro, y por supuesto, una sonrisa, de esas que no olvidamos o que fingimos no haber perdido en los agujeros de la memoria.
Esa primera vez hablamos mucho, me la presentaron, vaya a saber quién, y hubiera sido la última vez que la viese, pero las cosas tenían que funcionar de otro modo.
Al destino le gustan las coincidencias, y fue en este caso que me jugó una.
Carolina C. también era como yo, del interior, pero más precisamente, de mi misma ciudad.
Ignoro cuánto tiempo pasó desde esa primera vez que la vi hasta que la reencontré por algún azar que aún intento descifrar.
Su saludo fue cálido, o al menos, lo interpreté así. Fue en la calle, en una esquina cualquiera. Ella iba en bicicleta y yo como siempre, caminando. Intercambiamos teléfonos y es probable que la acompañase a su casa.
Aquella noche no pude dormir, pensando en llamarla lo más pronto posible. Pero no lo hice, ni al día siguiente, ni al que siguió a ese.
Finalmente, tomé el teléfono y marqué ese número escrito con lápiz que no hace mucho vi rondando como un fantasma en mis cajones.
Carolina C. tenía una voz muy dulce por teléfono que reconocí enseguida del otro lado de la línea.
Así que esa tarde fui a su casa, a la otra a la del interior. No a la ruidosa calle cerca de Av. Santa Fe donde la vi por primera vez, en ese departamento desordenado donde estudiaba el CBC de la UBA para la carrera de Diseño.
Y se sucedieron las tardes, una tras otra, donde hablamos durante horas, larguísimas, pero breves al mismo tiempo.
Carolina C. tenía un cuaderno gigante con poemas y dibujos, que una vez me mostró, y ella conmovió aún más, después de leer esos melancólicos apuntes.
Tiempo después - siempre el tiempo está de por medio en todas nuestras acciones, y fatalmente nos condena, o salva - comencé a separar de varios días mis visitas, debido a otras ocupaciones que debía atender.
Pero nunca dejé finalmente de visitarla, y extasiarme con esos ojos pardos y esa sonrisa.
Creo que en algún punto se me hizo insoportable, comprender, que nunca podría atravesar, pese a todos mis esfuerzos la barrera que nos separaba. Barrera que no saldarían los años, ni mi insistencia sorda.
Por eso decidí que había que seguir adelante, le escribí algún que otro poema y me dediqué a olvidarla.
La última vez que la vi, había una luna llena inmensa en el cielo, y la encontré, otra vez en bicicleta, cuando estaba llegando yo a mi casa, hablamos un momento, la saludé y seguí caminando.
Nunca más la he vuelto a ver, supe después, por un conocido común, que vivía con un contrabajista, allá en la Capital. Yo me quedé en el interior, no tenía nada que hacer lejos, y los gastos se me hacían insoportables.
Ahora, un río, y algunos kilómetros nos separan.
Dentro de varios años, cuando ese otro río, que es la muerte, nos separe, seguramente tampoco importe.

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