miércoles, 30 de enero de 2008

Invención de un beso

Con esa inmediatez de un segundo, erradicar la senda triste de un abrazo
parecerme a un retorno de azahares y el no sueño
Saberte dormida invariable como tu mirada un domingo por la tarde
Intuir que me vuelvo lentamente inexacto
y todo mi cuerpo es una sola fibra que reitera el compás de la noche en un suspiro.
Mirar la luna descubrir esa mancha en la pared

Y sobre todo, rodar por la vereda como una pelota
atravesar avenidas, verdulerías, vidrieras repletas de materia inútil
como un rayo desbocado y solitario.

Reivindicar la invención de un beso llamar las cosas por otro nombre
olvidarme de mis pocas obligaciones.

Dormir, soñar, levantarse, encender un cigarrillo,
Pulir el vértigo de no ver el camino adelante usando un repasador de magnesio
qué importa lo que digan o no digan estos versos.

lunes, 28 de enero de 2008

Regalo de cumpleaños

Tengo la sonrisa crispada de tanto mirar la pared.
Una brasa en el pecho.
Unas ganas de salir corriendo
y llevarme todo por delante.
De no regalarte musgos,
ni adoquines que no valen nada.
De ahorcarte con un alambre
porque ya no hay nadie
y dejaste la cama
vacía y destendida.

sábado, 26 de enero de 2008

Carolina C.

Fue en un departamento, hace muchos años, donde vivían tres o cuatro mujeres que la conocí a Carolina C. Los recuerdos se vuelven vagos con el pasar del tiempo, sin embargo.
Yo tendría 18 o 17 años, y toda la Capital se me abría por delante como una mujer desnuda. Era la época del pelo largo, y el asombro de todas las cosas que cautelosamente disimulaba al ver. El bigote triste que todavía conservo.
Carolina C. era flaca, su rostro, de rasgos claros que no llegaban a la dureza. Creo recordar que tenía ojos celestes, de un celeste cansado. El pelo corto castaño claro, y por supuesto, una sonrisa, de esas que no olvidamos o que fingimos no haber perdido en los agujeros de la memoria.
Esa primera vez hablamos mucho, me la presentaron, vaya a saber quién, y hubiera sido la última vez que la viese, pero las cosas tenían que funcionar de otro modo.
Al destino le gustan las coincidencias, y fue en este caso que me jugó una.
Carolina C. también era como yo, del interior, pero más precisamente, de mi misma ciudad.
Ignoro cuánto tiempo pasó desde esa primera vez que la vi hasta que la reencontré por algún azar que aún intento descifrar.
Su saludo fue cálido, o al menos, lo interpreté así. Fue en la calle, en una esquina cualquiera. Ella iba en bicicleta y yo como siempre, caminando. Intercambiamos teléfonos y es probable que la acompañase a su casa.
Aquella noche no pude dormir, pensando en llamarla lo más pronto posible. Pero no lo hice, ni al día siguiente, ni al que siguió a ese.
Finalmente, tomé el teléfono y marqué ese número escrito con lápiz que no hace mucho vi rondando como un fantasma en mis cajones.
Carolina C. tenía una voz muy dulce por teléfono que reconocí enseguida del otro lado de la línea.
Así que esa tarde fui a su casa, a la otra a la del interior. No a la ruidosa calle cerca de Av. Santa Fe donde la vi por primera vez, en ese departamento desordenado donde estudiaba el CBC de la UBA para la carrera de Diseño.
Y se sucedieron las tardes, una tras otra, donde hablamos durante horas, larguísimas, pero breves al mismo tiempo.
Carolina C. tenía un cuaderno gigante con poemas y dibujos, que una vez me mostró, y ella conmovió aún más, después de leer esos melancólicos apuntes.
Tiempo después - siempre el tiempo está de por medio en todas nuestras acciones, y fatalmente nos condena, o salva - comencé a separar de varios días mis visitas, debido a otras ocupaciones que debía atender.
Pero nunca dejé finalmente de visitarla, y extasiarme con esos ojos pardos y esa sonrisa.
Creo que en algún punto se me hizo insoportable, comprender, que nunca podría atravesar, pese a todos mis esfuerzos la barrera que nos separaba. Barrera que no saldarían los años, ni mi insistencia sorda.
Por eso decidí que había que seguir adelante, le escribí algún que otro poema y me dediqué a olvidarla.
La última vez que la vi, había una luna llena inmensa en el cielo, y la encontré, otra vez en bicicleta, cuando estaba llegando yo a mi casa, hablamos un momento, la saludé y seguí caminando.
Nunca más la he vuelto a ver, supe después, por un conocido común, que vivía con un contrabajista, allá en la Capital. Yo me quedé en el interior, no tenía nada que hacer lejos, y los gastos se me hacían insoportables.
Ahora, un río, y algunos kilómetros nos separan.
Dentro de varios años, cuando ese otro río, que es la muerte, nos separe, seguramente tampoco importe.

Perfecta(mente)

Para ponerle un nombre yo no sabría cuál.
Seguramente
podría ser
no quedarse callado
y darte la razón.

O hacer las cosas
perfectaMENTE
Sentir el viento en la cara
y que no importe.
Arrojar
piedras falsas
al infinito océano de los recuerdos.
Apagar
el carmín de la noche
con la última colilla que se arroja a la calle.

Para terminar
inventando
enumeraciones estúpidas
bajo la luz de una luna
cargada de lluvia.

jueves, 17 de enero de 2008

A tiempo

Estaban en una placita. De esas placitas chicas de pueblo. Sus cuatro o cinco palmeras, sus rosas rojas. Y San Martín a caballo señalando hacia dónde mirar para ver el crepúsculo. Porque nadie va a pensar que señala a Chile, ni nada de eso. Mucho menos a esta hora.
Y conversaban, de esas cosas que sólo se pueden hablar en las plazas cuando se está sentado mirando relámpagos iluminar la escuela que se ve enfrente.
La lluvia por suerte se hizo esperar, digamos que por la impuntualidad que ya la caracteriza. Pero de a gotas intermitentes, solitarias, empezó a caer sobre ellos, que, advirtiendo estas maniobras se metieron debajo del techo de un kiosco.
Por supuesto, dado lo avanzado de la hora, estaba cerrado, lo cual anulaba la posibilidad de comprar más cigarrillos. (En caso de terminarse el paquete y continuar la inclemente lluvia, porque ahora sí, caía con todo su arsenal de gotas y goterones sobre la pequeña plaza y repiqueteaba sobre el techo del kiosco)
Continuó este fenómeno largo rato, pero ninguno se decidió a tiempo de abandonar el refugio.
Las horas pasaban con cada ir y venir de colillas de mano en mano y un callado mirar del agua caer.
Al consultar el reloj, después de casi medio paquete de cigarrillos - lo cual es una acertada medida del tiempo - vieron que las agujas se habían detenido.
El secundero impávido los miraba con cara de burla, de piante así nomás porque llueve. De que yo hago lo que quiero.
No podía ser - dijeron - hasta hace minutos el reloj funcionaba a la perfección. Marcaba las 23:30:45 exactas, ineludibles.
Tal vez en ese momento no lo entendieron.
Tal vez en algún momento - porque en ese lugar no se puede hablar de tiempo - comprendieran su suerte y que la lluvia no se detendría.
Yo evito pasar por esa plaza, pero cuando me obligan las circunstancias, los veo de lejos, fumando abajo del techo amarillo del kiosco mientras afuera lluve y aquél reloj sigue en pausa.

lunes, 7 de enero de 2008

Más condicionales

Si pudiera tan sólo detenerme y no pensar. Pero no.
Soy un papel escrito arrojado a la tormenta.
Un silbido que se reencuentra con el silencio de la tarde.
Un anagrama confuso de instantes que se esfuman con la primer mirada.
Y respiro la madrugada con ojos cansados de verme en todos los espejos e ignorarme.

Mi nombre apenas importa. Tal vez el susurro de miles de ciudades repita la inútil protesta de los que no duermen. Lo ignoro. Como al tiempo.